martes, 16 de octubre de 2012

¡AY, AMOR!




El Teatro de la Zarzuela ha decidido abrir la temporada con un programa doble dedicado a Manuel de Falla a partir del montaje que Herbert Wernicke, realizara allá por el 1995, y en el que se unía “El amor brujo”, en su versión original, y “La vida breve”, estrenada concretamente en este mismo teatro de la Zarzuela.


La imaginería basada en la pasión por lo español de Wernicke es sobradamente conocida y en este montaje se pone de manifiesto en una primera parte que, respeta por un lado la gitanería concebida por Falla para su “amor brujo”, bajo un decorado desnudo y puro en esencia, y por otro la abstracción y alegorías plasmadas por el músico en las dos obras, con postales tópicas y típicas de la España del torero, el bailaor, la Semana Santa y su gitana.

“La vida breve”, aparentemente inconexa con la primera parte, “El amor brujo”, tiene en común en ¡Ay, Amor!, ese sentimiento desgarrado y trágico por el desamor, llegando a combinar las partituras a la perfección y sirviendo una de  prólogo a la otra,  a pesar de las grandes diferencias conceptuales que existen entre ambas.

Wernicke encontró ese lazo de unión, esa suave transición que yo no he logrado ver en este montaje,  razón por la que a mí, personalmente, me sobran los primeros 40 minutos de función. Tal vez este sea uno de los problemas de  ¡Ay, amor!; su sosa y rara primera parte frente a una segunda que rebosa potencia, poesía, que resulta conmovedora, muy bien cantada y acompañada por la dirección sobresaliente de Juanjo Mena, que le sabe sacar gran partido a la siempre poco colorida orquesta de la Comunidad de Madrid.
El otro gran problema de ¡Ay, Amor!, es la complejidad que implica escenificar El amor brujo, y la dificultad para llenar un escenario como el del Teatro de la Zarzuela con apenas dos únicos personajes, que en esta ocasión no están a la altura. Esperanza Fenández, magnífica cantaora, es devorada sin compasión por la orquesta, impidiéndonos con ello el disfrute del verso. Sólo al final del espectáculo, con un solo de guitarra y cantándonos una nana, consigue demostrarnos que es una “grande”. Tampoco Natalia Ferrándiz, bailaora profesional y con larga trayectoria, consigue llegar a trasmitir con su arte la verdad de la partitura de Falla. No sé si se debe a que no es tan buena como la venden o la culpa reside en la compleja escenografía que nos presenta un suelo con gran inclinación, elemento este que, sin lugar a dudas, debe ser de dificultad máxima a la hora de poder ejecutar la coreografía. Es una pena que ambas, hayan carecido de la fuerza suficiente que exige la obra.

Por fortuna, la sobriedad enrarecida de la primera parte, por todo lo dicho anteriormente,  se ve recompensada con una segunda, igual de trágica pero más teatral y colorista. Encontramos una ópera breve, de gran riqueza musical y muy moderna, notablemente representada sobre el mismo escenario pero con mayores recursos escenográficos, arropada por la gran compañía del Teatro de la Zarzuela y por una iluminación bellísima que ayuda a conmovernos durante los poco más de 70 minutos que dura la partitura, para concluir con un bellísimo y trágico desenlace final perfectamente ejecutado en todos los sentidos.
El director del Teatro de la Zarzuela, Paolo Pinamonti, ha justificado este extraño montaje y arranque de temporada con la pretendida intención de renovar el público de la Zarzuela, buscando con ello atraer a los más jóvenes hacia género chico.

Personalmente no creo que esta sea la forma, ni la obra. Escenarios inclinados, sin apenas decorados, o programas y carteles de “diseño”, no esconden la clave. He presenciado montajes increíbles en este teatro que harían las delicias del público de todas las edades si fuesen revisados y repuestos. Sí es cierto que la media de edad de los que asisten a este teatro no baja nunca de los 60 años, y es bueno replantearse abrir las puertas a nuevas generaciones pero Pinamonti no va por el buen camino. Más bien, de continuar en esta línea, es posible que incluso los fieles de este teatro, dejen de serlo. De hecho, esta ha sido la primera vez que he visto el patio de butacas de la Zarzuela a “medio gas”, lo cual debería hacer meditar a Pinamonti.

A favor, aplaudir la idea de que este año, cada estreno estará acompañado de exposiciones y conciertos paralelos. En concreto, ¡Ay, amor! viene acompañada de  una muestra de pinturas de Julio Romero de Torres en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. También, se puede ver otra en el mismo teatro de la Zarzuela sobre Manuel de Falla. Además, se ha programado un concierto de Miguel Poveda y otro del guitarrista Tomatito.

En conclusión, a mi la obra me ha resultado decepcionante  en su primera parte y bellísima en su segunda, generándome una sensación extraña y serias dudas a la hora de  poder manifestarme con claridad y acierto sobre el espectáculo. Con independencia de lo dicho, estamos ante un buen montaje, elegante y de calidad, que podrá gustar más o menos, pero que no nos da "gato por liebre".


lunes, 8 de octubre de 2012

CINCO HORAS CON MARIO




Hablar de “Cinco horas con Mario”, es,  sin lugar a dudas, hablar de una de las joyas de nuestra literatura más reciente.  Curiosamente, su autor,  Miguel Delibes,  comenzó manifestando su calidad artística a través de la pintura para poco después, descubrirse como uno  de los escritores más grandes que ha dado la literatura española contemporánea.

La gente más joven y poco cultivada, desconoce que estamos ante una adaptación teatral de la novela del mismo nombre y  cuya popularidad vino rubricada por la producción teatral de José Sámano  con  la irregular dirección de Josefina Molina  e interpretación magistral de Lola Herrera que se metió en la piel de Carmen Sotillo , la protagonista, durante más de veinte años.

La obra se presenta en forma de monólogo. En él,  la ya citada Carmen Sotillo, una vez que las visitas y la familia se han retirado, vela durante la última noche el cadáver de su marido e inicia con el difunto  un diálogo en el que descubriremos las miserias y conflictos del matrimonio, mostrándonos una perfecta radiografía de la hipócrita y absurda sociedad del momento, segunda mitad de los años sesenta. Sorprende como Miguel Delibes sorteó la censura de la época, atacando de una forma tan elegante y sutil al régimen totalitario  de aquel entonces apoyado y respaldado por  la iglesia Católica.

En esta ocasión, se recupera la producción y dirección primigenia, que muy a mi pesar, resulta obsoleta y precisa de una revisión. El trabajo de Natalia Millán es excelente y se postula como la gran sucesora de Lola Herrera, haciendo un trabajo más creíble por edad, físico y registros del personaje. Ejecuta su papel con solidez, recogiendo todos los matices que el texto original contiene, sin embargo yo no vi la emoción, ni las risas ni los silencios absolutos que las críticas destacan de este NO-nuevo montaje. Sin lugar a dudas, la culpa no la tiene Natalia y sí el envoltorio de la obra  que no puede ser más pasado de moda, feo y cutre.


En primer lugar, creo que  el gran error de este montaje es partir de la base de que su original fue “sobresaliente” y en ese sentido, no podemos confundir éxito con calidad. Hablamos de 1979 y desde entonces ha llovido bastante en las artes escénicas, siendo incomprensible posicionarse contrarios a mejorar y enriquecer aquello que ya de por sí era muy mejorable. Sirva de ejemplo la escenografía tan penosa  y descuidada, que deberían, cuanto menos, haber revisado y si se quería dejar tal cual, haber restaurado un poquito. Tampoco logro entender la no dirección del espectáculo, que conserva cosas tan absurdas y pasadas de moda como ese juego de luces arriba, luces abajo, que supongo, intentan dotar al momento de mayor fuerza y significado  pero cuyo efecto es el contrario pues da la sensación de que se está produciendo una bajada de tensión, que nada tiene que ver con lo que sucede en la escena, por no hablar de otros muchos detalles que pude ver a lo largo de las casi dos horas de espectáculo.

También resulta lamentable la calidad y decadencia del teatro “Arlequín”.   Los asistentes y acomodadores estaban continuamente entrando y saliendo de la sala, sin ningún tipo de cuidado y con las consecuentes molestias al espectador. Avisar también del horrible ruido del aire acondicionado que se puso en marcha a los pocos minutos de comenzar la obra desconcentrando a la mismísima actriz; menos mal que iba con micrófono porque de no ser así hubiera sido imposible.  Es una lástima que un trabajo tan bien ejecutado por Natalia Millán y un público que abarrotaba el teatro tengan que verse afectados por estos inconvenientes, perfectamente controlables. 


 Autores de la talla de Miguel Delibes, textos de tanta calidad y trabajos tan bien realizados como el de Natalia, deberían estar protegidos de la ignorancia y no caer en manos de empresarios que demuestran tan poco amor por el arte en general, y el teatro en particular.